En un artículo anterior comentaba la relevancia que el propósito está adquiriendo en la empresa. Afirmaba que, más allá de generar valor al accionista, el propósito debía incluir algún fin con impacto social (sostenibilidad medioambiental, mejora del bienestar humano,…). Dejé planteada una cuestión que desde hace tiempo me inquieta: la elección de objetivos de impacto social o la toma de posición en un debate de actualidad (género, nacionalismo, raza, sostenibilidad…) puede provocar que ciertos colectivos de clientes, empleados o inversores no se sientan identificados con ese fin social o, simplemente, consideren que va en contra de sus ideas políticas. Las consecuencias de esa desafección puede conducir a algunos a dejar de consumir productos de la empresa señalada o a llamar al boicot, a que los empleados abandonen la empresa o los inversores no inviertan. Un fin loable puede ser interpretado como una afrenta por ciertos grupos de personas y suponer una pérdida de valor para la empresa.

Para explicar mi inquietud, voy a situar a las empresas en el contexto actual en que se desenvuelven y del que son parte activa. No descubro nada nuevo afirmando que, además de vivir una situación excepcional por los efectos de la pandemia, llevamos unos años en los que la polarización y enfrentamiento social se ha agudizado. No pretendo entrar en el debate de cómo hemos llegado a esta polarización, pero sí quiero detenerme en un aspecto que creo esencial: la progresiva “moralización” y subjetivización de la política.

El gobierno de las sociedades democráticas modernas se constituyó, entre otros, sobre dos presupuestos: la separación entre moral y política y el establecimiento de un pacto o unas “reglas de convivencia básicas”. Estas reglas comprenden un acuerdo sobre unos principios de convivencia, reflejado en las constituciones, y un conjunto de procedimientos o instituciones para establecer las leyes y garantizar su cumplimiento. La separación entre moral y política, permitió afianzar algunas libertades que hoy consideramos fundamentales: la libertad de conciencia y la libertad de expresión. La moral quedaba reducida al ámbito individual y, de este modo, nadie quedaba excluido de la participación política por su credo moral. Se asumió que había una pluralidad de opciones morales y se renunciaba a la violencia para imponerlas, los conflictos se solucionaban acudiendo a la discusión racional y los procedimientos establecidos por la ley.

Sin embargo, desde hace unas décadas, en muchas de las naciones occidentales se está acentuando la división social y la ruptura del consenso básico que las mantenía unidas. En mi opinión, la moralización de la política tiene mucho que ver. En una de sus acepciones, la moral determina lo que está bien y lo que está mal, supone una guía para la acción y el modo de comportarnos en el mundo. Hay gran variedad de códigos morales o jerarquías de valores, teóricamente, tantos como individuos, pues son las personas quienes deciden qué conjunto de normas morales seguir. Parece evidente que si aspiramos a convivir es necesario que respetemos las posturas contrarias a la nuestra, ya que resulta imposible reducir a un único código todas las normas morales existentes. Por tanto, las personas no pueden ser censuradas o “canceladas” por sostener una moralidad y tampoco pueden sentirse “ofendidas o heridas en su sensibilidad” por aquellos que no están de acuerdo con dicha moralidad. La libertad de expresión debe quedar preservada. Solo la ley y los jueces pueden limitar la libertad de expresión en casos muy concretos como la exaltación del terrorismo o similares.

El avance de las sociedades democráticas se ha debido fundamentalmente a no considerar “bueno” o “malo” a otra persona por el simple hecho que difiera de mi opinión. Puedo mantener una opinión diferente sobre la necesidad o no de impuestos mayores, construir hospitales o escuelas, gastar más en transición ecológica o en la lucha contra la pobreza, creer que la religión es necesaria o lo contrario, pero siempre respetando la opinión diferente y sin calificar al otro de “buena” o “mala” persona, según se ajuste o no a mi código moral o a mis sentimientos. Se critican las ideas, no las personas.

Una de las causas de la progresiva moralización de la política en las últimas décadas ha sido el crecimiento de la capacidad económica de los gobiernos y sus decisiones sobre cómo redistribuir la riqueza en la sociedad. A qué doy preferencia y en qué cuantías: ¿a los pobres o a los inmigrantes?; ¿a los jóvenes o a los mayores?; ¿a la lucha contra el cambio climático o a la sanidad?; ¿a la agricultura o a la industria automovilística?; ¿al cine o al teatro?. Cuando los recursos son escasos es necesario priorizar y para priorizar se necesita un criterio, y en ese criterio subyace una ordenación de lo que es más bueno o preferible, o sea, un criterio moral previo. En las sociedades occidentales, las demandas actuales han crecido de tal modo que es imposible satisfacerlas con los recursos disponibles. La consecuencia es la creciente insatisfacción de numerosos colectivos y concluyen que el “sistema no funciona”.

A la gran empresa le está sucediendo algo similar. Al posicionarse en el debate social buscando el asentimiento de sus stakeholders (clientes, empleados, proveedores, comunidades, gobierno,…), muchas empresas se ven forzadas a priorizar en base a un criterio moral para fundar su elección. En principio, no debería haber problema alguno, puesto que se trata de una entidad privada. Pero en la situación actual los clientes, empleados y sociedad en general pueden considerar que la opción moral de la empresa no se ajusta a la suya y, por tanto, decidir desprestigiar y censurar su actuación. Es fácil encontrar ejemplos recientes de cómo estos stakeholders pueden forzar a una compañía a variar su estrategia comercial o a influir para adoptar un posicionamiento político.

Quizás el ejemplo más reciente ha sido el enfrentamiento entre personas que estaban a favor y en contra de  la censura o “cancelación” ejercida por Twitter y Facebook, en asuntos políticos, sanitarios y, en general, como han afirmado, temas que generan “malestar social”. Así, dos empresas que, en su inicio, eran simples plataformas para comunicarse, se han visto forzadas a adoptar un código moral, sea el que sea. Todavía hoy sigue sin estar claro si vulneran o no derechos fundamentales como la libertad de expresión. Si acudimos a las bases de un estado democrático, sólo en el caso de que se detecten manifestaciones contrarias a la ley, las fuerzas de seguridad deberían actuar y los jueces decidir sobre el bloqueo o imposición de penas por un delito cometido.

Otros ejemplos del mundo del cine son las disputas en las que se ha visto envuelta la plataforma Disney+ sobre el acceso de menores a determinadas películas clásicas o a la modificación de escenas. Un caso reciente es la actuación de HBO con “Lo que el viento se llevó” que, tras retirarla por un artículo del cineasta John Ridley en Los Angeles Times, la volvió a incluir en el catálogo tras las presiones de Warner Media y otros grupos del cine a condición de incluir una explicación sobre el contexto de la película. En ambos casos, se produjo un enfrentamiento entre clientes, críticos, empresarios y otros grupos, unos a favor y otros en contra.

De igual modo, en enero de este año aparecía la noticia de la creación del primer sindicato de Google, el Alphabet Workers Union. Como se puede comprobar en su propia página su fin es: “we promote solidarity, democracy, and social and economic justice”, donde es evidente que la actuación sindical excede con mucho las reivindicaciones laborales y persigue una involucración activa en los debates sociales y políticos. Ellos mismos afirman: “we shouldn’t have to choose between our values and being well-paid for doing valuable work. It’s not either-or; we can have both”. No solo comprende la defensa de la no discriminación o la lucha contra el acoso, sino campañas contra el “negocio de la guerra”, el mal uso de la Inteligencia artificial (armas o vigilancia) o no vender tecnología a los departamentos de policía y parar los contratos vigentes con aquellos demandados por racismo. 

Otro ejemplo que ha desencadenado polémica ha sido el de la plataforma de los trabajadores, Amazon Employees for Climate Justice. Este colectivo reúne demandas de sostenibilidad medioambiental, racismo y justicia social. Han exigido a la dirección de Amazon que no colabore con empresas de combustibles fósiles y a dar la batalla por lo que denominan “environmental racism”.

Hasta hace poco, las empresas eran vistas como organizaciones orientadas a la maximización del beneficio, donde las preferencias morales, políticas o ideológicas se mantenían en el ámbito privado. Se desconocían y no importaban las creencias políticas, religiosas o ideológicas de clientes, empleados y el resto de los actores económicos, la relación se basaba exclusivamente en la obtención de un beneficio mutuo. Con la introducción de fines sociales en la empresa y a la vista de los ejemplos mencionados, ¿estamos entrando en una nueva etapa de “moralización” y “politización” en el ámbito empresarial?, ¿debe la dirección de las compañías tener en cuenta las sensibilidades de todos los colectivos de empleados, clientes y comunidades?, ¿deben los empleados al ser contratados asumir una ideología apadrinada por la dirección de la empresa?.

En mi opinión, muchas empresas van a verse comprometidas por abrazar una causa de impacto social o directamente forzadas a tomar una postura sobre aspectos que están en el debate social e incluso justificar esa misma postura y, desde luego, tendrá una repercusión en sus cuentas de resultados, por la pérdida de parte de sus clientes, empleados o inversores. En este entorno, los sesgos ideológicos podrán condicionar los resultados y el éxito de las empresas.

Creo que una de las vías para que las empresas mantengan la credibilidad de sus fines sociales es defender su elección con la fuerza de los datos, de los hechos, de los argumentos racionales y, sobre todo, sin tratar de imponer una ideología o moral determinada. Solo rebatiendo los sesgos, a menudo inconscientes, y la intolerancia, las empresas pueden seguir contribuyendo a la mejora de las condiciones de vida de las personas.

Por tanto, será necesario medir muy bien el efecto de las decisiones en asuntos sociales, siendo conscientes que no hay una única opción moral. Solo una afirmación contundente sobre el respeto a la libertad de conciencia y de expresión puede considerarse un comportamiento ético válido para toda la humanidad. Probablemente, nadie mejor que Isaiah Berlín logró encontrar una formulación tan lúcida: “Darse cuenta de la validez relativa de las convicciones de uno” —ha dicho un admirable escritor de nuestro tiempo—, “y, sin embargo, defenderlas sin titubeo, es lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro» (1) José Marín Huelves

(1) Isaiah Berlin, “Dos conceptos de libertad”, Alianza, 2014. El autor al que se refiere Berlin en la cita es Joseph Schumpeter, tomado de “Capitalismo, socialismo y democracia”. La cita en inglés es: “To realize the relative validity of one’s convictions and yet stand for them unflinchingly is what distinguishes a civilized man from a barbarian”.

José Martín Huelves Talento y Cultura, BBVA Fundación Microfinanzas. Puedes ver el artículo original aquí.